miércoles, 26 de marzo de 2008

Una vida a cuatro manos

Es verdad que nadie escoge la familia, ni la raza, ni el lugar donde ha de nacer. Muchas de las cosas que tenemos nos son dadas de facto. A pesar de eso, a veces la vida nos da algunos chances de escoger o ser escogidos -o al menos así lo creemos-. Sin embargo, no sabemos la dimensión de lo que esta elección significa hasta que han pasado varios episodios.

Algo así les sucedió a esta pareja. Ella, de apenas 16 años, con 9 hermanos que atender y una diminuta cintura, conoció a él, un joven provinciano a punto de graduarse como ingeniero textil, con apenas unos cuantos pesos en la bolsa, pero eso si muy galán con su bigote a lo Pedro Infante. Seguramente -no tengo la información exacta- se vieron por primera vez en aquella vecindad de la calle de Bolívar, en pleno centro histórico de la Ciudad de México, donde ella vivía con sus padres. Seguramente también, él le sonrió y ella le correspondió. Y es posible que a esto le siguieran los piropos, las invitaciones a salir, los “no puedo porque mis hermanos se enojan”, y alguno que otro diminuto regalo -recordemos que él no tenía mucho dinero y ella, en un cuarto tan pequeño como en el que vivía, no tenía muchas posibilidades de ocultar los presentes-.

El primer síntoma de que esta historia de miradas, caricias clandestinas y besos a escondidas continuaría fue precisamente cuando ella tuvo los primeros síntomas de un embarazo. Ese fue el primer gran giro de esta vida compartida.

Y cual chamacos en una feria popular, este par se trepó a uno de los juegos más peligrosos, el de la vida; y juntos, tomando con una mano al otro y con la otra asiéndose de donde podían, apretaron los ojos y se dejaron llevar.

Seguramente no sabían qué hacían ahí, hacia dónde iban, cuándo iba a dejar de dar vueltas la rueda “de la fortuna” (?). La única certeza que tenían era la compañía del otro en aquello que no sabían qué era.

Poco a poco estos dos se acostumbraron a la vorágine de cosas que vendrían. Primero la escasez de dinero, el anuncio de otro hijo por venir y la temprana muerte del pequeño. A esto le siguió más escasez de dinero y por supuesto otro hijo. Y como si los hijos fueran un conjuro contra la pobreza, este par se dedicó por casi 17 años a tener hijos y a trabajar codo a codo, casi sin descanso.

Luego de casi 25 años juntos su apuesta fue ganada. El saldo indicaba 7 hijos, una mejor situación económica, una casa en plena construcción -ya no más rentas de cuartos en vecindades-, y unos muchos sinsabores; que a decir verdad, era lo que más le había dado sabor al caldo.


Tentaciones de abandonar esta historia de dos, hubo muchas. Fastidios, enojos, rabietas, insultos, platos rotos -como diría el Sabina-, hubo más. Pero también hubo solidaridad, compañía, atenciones, respeto por el esfuerzo del otro, reconocimiento al trabajo ajeno, cariño, ternura, uno que otro beso en los aniversarios y, seguramente en la intimidad muchas veces fue expresada la palabra “gracias”.

Los hijos crecieron y la historia se fue asentando. La gran cosecha comenzó cuando vieron a sus hijos convertirse en médico, contador, financiero, enfermera e internacionalista, sociólogo, comunicóloga y a su xocoyotl (el hijo o hija más pequeño en Náhuatl) terminar la carrera de periodismo.

Necesitaron mucho tiempo para ver esto. Desafortunadamente esta cosecha tardó lo suficiente como para que llegara también la vejez y con ella los achaques y enfermedades que poco a poco han ido minando su calidad de vida. Aun con todo eso, ella cada día se levanta temprano para prepararle un café a él antes de que se vaya al campo a ver la siembra o a hacer la fila para cobrar su pensión.

50 años después siguen discutiendo sobre los hábitos de sueño del otro; sobre qué ropa debe usar él en determinadas ocasiones; acerca de la manera de discutir de ella; sobre las obligaciones y responsabilidades del otro, y mil tonterías más. Es cierto que tal vez ya no hay fervores, pero sí una tremenda necesidad del otro.

En estos días mis padres cumplen 50 marzos de vida en común. Algunos le llaman Bodas de Oro, yo prefiero llamarle una vida a cuatro manos.

Mi gran tesoro

lunes, 3 de marzo de 2008

ฉันรักเมลเบริ์น (Me encanta Melbourne, en tailandés)

Dos meses ya y nada que logro una conexión permanente. En verdad es frustrante no tener acceso a la tecnología y en consecuencia, estar ausente de los demás.

Este silencio obligado, como muchas otras cosas, tiene un origen monetario. Por acá el Internet es estúpidamente caro. Nomás échenle cuentas: de 4 a 6 dólares la hora. Y pues como comprenderán primero tengo que comer. Lo cierto es que he encontrado algunas opciones como las bibliotecas públicas, los salones de cómputo de mi escuela, y el lobby del edificio en el que vivo, desde donde ahora mismo escribo. Pero aun así no logro ponerme al día. Y si a eso le añadimos que muchas páginas, entre ellas los blogs, están bloqueadas… pues sale la misma gata nada más que revolcada.

En fin, basta de excusas, porque a pesar del Internet, la comida y del transporte tan caro, y de las moscas mas tercas del mundo, Melbourne es ADORABLE.

Un domingo por Melbourne. La Sylvana y su amiga Ann, de Tailandia

Una de las cosas que más me gusta de vivir aquí es la diversidad cultural. Creo que ya lo había dicho antes, pero en verdad estoy impresionada. Si no, nada más echen un ojo a las actividades culturales de los fines de semana en Melbourne.

Desde que arribé a estas lejanas tierras mi conocimiento sobre otras culturas se ha enriquecido bastante. Bueno, con decirles que ya distingo entre un chino, un vietnamita, un coreano, un japonés y un tailandés. A pesar de que todos ellos tienen los ojos jalados cada uno tiene rasgos muy característicos.

Por ejemplo, yo vivo con dos tailandeses y seguido tenemos visita de esta raza en el departamento. Su idioma tiene un ritmo y sonidos especiales, como que cantan. Al menos su sonido no es desagradable como el de los vietnamitas que es súper agudo, por lo mismo no los tolero más de dos minutos junto a mí.

Una foto desde el piso 21 en Lonsdale street, Melbourne


Si me asomo a la ventana de mi depa puedo ver el edificio del Parlamento

Es muy chistoso. Sí en el elevador me tocan puros asiáticos, como es costumbre, yo puedo distinguir casi casi sin equivocarme de qué país son con sólo escucharlos. Ahí no más!!!!

Justo este fin de semana se celebró el festival tailandés en Melbourne, con motivo del año nuevo (aunque en realidad en Tailandia éste es hasta abril). Y miren nada más lo que nos prepararon a los que vivimos por acá.

Buda en Melbourne

Danzas tailandesas

Guerrero thai

Algo así come el rey de Tailandia todos los días

La semana pasada los japoneses hicieron de las suyas durante el Osaka festival.

Kimonos y que'monas

(Por cierto, recién se publicó en The Age, uno de los principales diarios de Australia, que una “Melburnian” fue aceptada en el mundo de las geishas, al cual sólo podían acceder las japonesas.)

Y los chinos no se quedan atrás. Justo el mes pasado celebraron el año de la rata e invadieron la ciudad con sus dragones, su dinamita y por supuesto su comida, que a decir verdad cada vez me resulta más familiar.
El barrio chino está apenas a una calle de mi departamento.


La dinamita de los chinos se escuchó por tres días seguidos


Los dragones se apropiaron de las calles todo el día

Y a pesar de que muchos de los australianos son una mezcla de varias culturas, también tienen su corazoncito patriotero que sale de paseo durante el Australia’s day. (Estas fotitos se las debo, porque, por si no fuera suficiente con no tener Internet, la burra de la Sylvana borró por error varias fotos).

Por acá sigo pues…

Mientras les regalo esta vista de la ciudad de Melbourne. (Yo la tomé con mi pequeña camarita)